lunes, 18 de agosto de 2014

Las cosas del abuelo




        Ismael era un niño especial. Era especial porque le gustaban cosas que a los niños de su edad no. A Ismael le encantaba pescar y tumbarse a mirar las estrellas. Ambas cosas eran hermosas aficciones que había copiado de su abuelo. El abuelo de Ismael también era especial, porque casi no hablaba con nadie. Sólo hablaba con unas pocas personas mayores de cosas serias, pero cuando estaba con Ismael se convertía en un niño como él, y hablaba también de cosas serias, pero que sólo interesaban a ellos dos. Cosas tan serias como por qué un grupo de estrellas era una constelación. Las constelaciones permanecían inalterables a lo largo del tiempo. No todos los grupos de estrellas lo son, y era una cosa seria saber distinguir algunas de ellas.

        Ismael, una de esas noches de verano que se quedó mirando el cielo, se dio cuenta de que había descubierto una constelación porque unas cuantas estellas formaban un pez. Se quiso asegurar de que realmente era una constelación, y a lo largo de los días fue comprobando que ese conjunto seguía sin moverse. No cabía duda; es una constelación. Pero Ismael no le dijo nada a nadie. Él creyó que la gente no le iba a tomar en serio, ni sus amigos, ni sus padres ni siquiera su abuelo. Pero descubrir su constelación era lo más importante que Ismael había conseguido en su vida.

        Ismael creció sin darse cuenta, y también dejó de ser especial. Acabó sus estudios, se casó y tuvo hijos. Un día tan normal como otro echó mucho de menos a su abuelo, el mejor amigo que nunca tuvo, y se acordó de muchas cosas que hacían juntos. El tiempo pasaba de forma agridulce, e Ismael sintió el enorme deseo de volver atrás y pasar aunque fuera un rato más con su abuelo, así que quiso estar sólo y fue a comprobar si la olvidada constelación que descubrió cuando era niño seguía en su sitio. Era imposible olvidar la referencia de cada uno de los puntos que conformaban el pez. Pero de forma inexplicable para Ismael, el dibujo no salía. Lo intentó una vez más y nada. Ya no había pez. Ismael sintió mucha decepción, porque realmente se dio cuenta de que no había descubierto nada. Al día siguiente Ismael volvió a mirar el cielo buscando su constelación, pero tampoco hubo pez.




        Aquel amargo desengaño no cayó en saco roto. Ismael pudo añorar la infancia tan feliz que le dio su abuelo, y no quiso que su hijo prescindiera de descubrir cosas nuevas cada día y de amar la vida de la forma que él había aprendido a hacerlo. Y sin dudarlo ni un momento Ismael encaminó su vida a pasar más tiempo con su hijo. Un día, Ismael se llevó al pequeño de pesca, algo que hacía a menudo con su abuelo en el pueblo. Tras una fatídica y calurosa tarde de pocas capturas, al final la caña del pequeño se arqueó y todo el tiempo y sudor merecieron la pena. Ismael no pudo evitar emocionarse al ver que su pequeño había pescado su primer pez. Qué alegría. Los dos, padre e hijo estaban embriagados de emoción. Todos los demás pescadores se reían al ver el alboroto de Ismael y su hijo con su captura. Tanta exaltación tenía que ser inmortalizada, así que Ismael sacó su móvil y le hizo cuarenta fotos. Qué feliz se sentía Ismael cuando miraba esas fotos. Había una en que su hijo salía guapísimo, porque estaba hecha de cerca, y el pequeño miraba con cara de picardía a su primer pez. Cada vez que la veía se reía. Hacía zoom con el móvil para no perderse detalle. Su boquilla con esa media sonrisilla, los colores tan bonitos del pez, el encuadre tan bonito... y sus ojos, los ojos del pequeño que tanto tenían que decir. Qué ojos tan hermosos... Amplió para ver mejor su carilla, e Ismael vió que en sus ojos estaba el reflejo perfecto del pez al que miraba. Pasó una cosa asombrosa. Ahí estaba la constelación. Había aparecido la perfecta colocación del pez que conformaban los siempre secretos puntos de la constelación que descubrió cuando era niño, y ya no estaban en el cielo, sino en un lugar quizás más hermoso; en los ojos de su hijo.

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