miércoles, 25 de julio de 2012

La actitud del buen cristiano


Pues claro que los que formamos parte de la Iglesia deberíamos dar ejemplo. Muchas veces me incomoda más el cómo que el mensaje que la gente quiere dar a entender en diversos campos, y pienso en si esa misma sensación también la tienen hacia mí los que no comparten mis ideas y mis principios. Si bien es verdad que está a la orden del día vocear, descalificar, quedar por encima de los demás... también es verdad que muchas veces no está claro lo que es el bien, cómo se llega a él o cómo nos deberíamos comportar cuando lo practicamos. Soy consciente de que en el caso de la Iglesia lo que más incomoda (a algunos, claro) no es el mensaje que se nos quiere hacer llegar. Ni siquiera creo que incomodan las obras que lleva a cabo la Iglesia. Cierto es que sí que hay gente, colectivos u organismos a los que sí que les gustaría que la Iglesia abandonase su misión. Pero lo que más le incomoda a algún sector de la gente que descalifica no es el mensaje, como digo, sino la actitud, el comportamiento, la forma de llevarlo a cabo, tanto de los responsables de la Iglesia como de los que la integramos, y eso nos lleva a una reflexión.

Los que estamos atentos a las palabras de los curas estamos hartos de escuchar cómo debemos hacer las cosas para hacer el bien y llevar a cabo la palabra de Cristo. Los curas nos dicen que tenemos que compartir, que tenemos que ejercer la caridad, que tenemos que llevar la paz al mundo empezando por los que nos rodean. Nos dicen que tenemos que practicar el perdón de forma tan natural que ni nos demos cuenta de que estamos perdonando. Nos dicen muchas cosas que si las cumpliéramos conseguiríamos poder ver la paz entre todos los hombres. Sería maravilloso. El problema está en que los que nos consideramos católicos muchas veces creemos que somos buenas personas porque estamos de acuerdo con esas palabras, no porque las apliquemos, y ese es el primer error. La paz no se consigue escuchando a la gente hablar de paz y asintiendo. La paz se consigue trabajando, día a día, pensando en cada momento que tenemos que ser consecuentes con aquello con lo que estamos de acuerdo, con los valores de los que probablemente presumimos. No es fácil, claro que no. No es fácil cuando ello requiere que nuestra actitud no sea igual a quien tenemos delante, ni nuestra forma de hablar, ni nuestra forma de mirar, ni siquiera nuestra forma de percibir los estímulos de nuestros sentidos. No es fácil tener templanza con quien nos provoca contínuamente, ni con el vecino que nos pone verdes cada día, ni con quien inyecta la política en nuestras diferencias y crea problemas. No, no es fácil ser buena persona ante estos baches. Ser buena persona se consigue interiorizando cada mensaje, proyectando hacia el futuro la felicidad que se tiene cuando se hacen las cosas bien, estimulando la conciencia. Ser buena persona es no saber que se es buena persona, y no decir que no lo eres, porque la humildad es desconocer tu pobreza, y no el hecho de saber encontrar las palabras  precisas para poder convencerte o convencer a los demás de que eres pobre. Perseguir la compasión y el reconocimiento de los demás ante todo no es una actitud cristiana.

Si le preguntamos a uno de tantos decepcionados con la Iglesia que por qué guardan con cierto desprecio a nuestra comunidad, es muy posible que te respondan que lo que más les repele es que mucha gente va a misa y comulga para tranquilizar su alma y su conciencia, pero luego "en la calle" no son un ejemplo en absoluto de aquello de que presumen. El error del decepcionado es juzgar a los demás, sí, pero los que formamos parte de la comunidad cristiana también tenemos errores. Si obtienes un beneficio ético de la Iglesia, debes ignorar lo que hagan los demás cristianos o si son buenos o malos. Pero por otro lado también es cierto que la Iglesia es comunidad, y necesitamos de esta comunidad para compartir y crecer. Si no estás a gusto con la gente que acude a tu iglesia, pues sentirás que los bancos del templo te son cada vez más incómodos. Eso es una realidad, y la verdad es que es un dilema. Es un dilema porque realmente el que va a la iglesia lo hace porque su corazón está necesitado. Dentro de nuestra imperfección necesitamos de la comunidad para tener el aliento de los demás y sentir que no estamos sólos. Necesitamos ver cómo los demás tropiezan para empatizar con ellos. Ahora bien: a la iglesia no va uno a calentar el asiento. Debemos empezar a tomar que está mal el hecho de ir a la Iglesia sólamente para estar de acuerdo con las palabras que allí se dicen. Un tipo se sube a un escalón y nos habla de perdón, pero mientras guardamos rencor al que tenemos sentado detrás de nosotros. Asentimos con la cabeza y nos decimos: "qué bueno que soy, que sé lo importante que es perdonar..." Por poner otro ejemplo; se nos dice que es mejor para nuestro espíritu dar limosna anónimamente (...que tu mano izquierda no se entere de lo que hace tu mano derecha...) pero realmente me gusta y disfruto sabiendo que el pobre al que le doy limosna ve que YO le he dado esa limosna, y no sólo eso, sino que encima quiero que vea mi cara de seguridad, de satisfacción, de comprensión. Limosna en forma de monedas, cuando el necesitado pagaría con esas mismas monedas por tener 5 minutos de conversación con alguien, reir o contar sus problemas. Pero no, mi dádiva es económica. Doy lo mínimo para decirle a mi conciencia que se calle de una vez; doy dinero. Y encima, para constatar mi supremacía sobre el mendigo le aconsejo que no se lo gaste en droga. Yo no tengo ningún problema y desde mi privilegiada situación puedo aconsejar en qué se tiene que gastar el mendigo MI limosna. Puedo llegar a ser más hipócrita aún y huir de él, con la autocomplacencia de no haberle dado dinero porque creo que probablemente se lo gastaría en drogas. No se, creo que muchos cristianos debemos aprender a dar limosna.



Mayor delito (o no) tienen quienes son los responsables de esta ética, los pastores que nos deben indicar no sólo con palabras, sino con hechos, el camino hacia la plena felicidad. Y haberlos haylos, y de todos los rangos. El verano pasado, en la JMJ tuve la tremenda suerte de asistir a unas catequesis que impartían unos obispos. A nuestro grupo nos tocaron tres obispos. Me emocioné como nunca me he emocionado (hasta el punto que quise estar sólo toda la tarde después de la catequesis para masticar sus palabras) con el obispo de la Diócesis de Oviedo, el monseñor Sanz Montes (franciscano tenía que ser...) Se ciñó con una elegante dialéctica al panorama actual de nuestra sociedad. No sólo me impresionó cómo este obispo tenía los pies en la tierra, sino que encima caminaba igual que caminaría cualquier cristiano, independientemente de su posición en la Iglesia. Abordó con humilde seguridad aquellos temas que nos trajo, y contestó a nuestras dudas con una actitud de afinidad e implicación alucinantes. En cambio, el obispo de Córdoba, de cuyo nombre no me acuerdo (Demetrio no se cuántos) no sabía dar una respuesta a lo que los jóvenes le preguntábamos. Le lanzábamos nuestras inquietudes, y este obispo respondía con una seguridad aplastante cosas que no tenían que ver con nada que no fuera lo que él había dogmatizado para sí mismo, su verdad, con una convicción y firmeza apabullantes. Los temas que este obispo trató junto a nosotros fueron la homosexualidad y el sexo (con una auditoría plagada de teenagers y acné, pues era de esperar) Su opinión acerca de ello poco tenía que ver con lo que en el Youcat se reflejaba (el cual estábamos leyendo simultáneamente muchos de nosotros), y más bien nada tenía que ver con lo que la corriente más realista y racional de la Iglesia piensa sobre ello. Ni la homosexualidad ni el placer del sexo se deberían asumir como lo más normal del mundo, pero tampoco como la mayor de las aberraciones que un ser humano puediera cometer. Tomarlo como ésto último es comprensible si procede del típico cura de la posguerra, con su túnica negra de paño y su sombrero bien calzao (dicho sea de paso que no pongo en tela de juicio muchísimos valores que existían hace 50 años y que desgraciadamente se han ido perdiendo) pero es que entonces las circunstancias eran otras. En cambio la Iglesia evoluciona. Los pensamientos erróneos sobre tantísimos aspectos de nuestro entorno también. Ni la práctica del sexo ni la homosexualidad son malas si no se convierten en vicio, de la misma forma que ocurre con el hecho de comer (que se convierte en gula cuando se hace viciosamente),  o la pereza (hecho de sobredosificar el descanso) Hablar de estos temas es controvertido, pero la Iglesia lo tiene que hacer; es su deber. El Vaticano se puede equivocar, que a nadie se le olvide, pero ya irá evolucionando para ir prudentemente encajando en la sociedad, marcándonos el camino de baldosas amarillas. Ahora se nos indican desde el Vaticano las directrices morales acerca de los temas de actualidad, y a nuestras diócesis llegan las instrucciones de cómo abordarlas. Los ministros de la Iglesia no pueden saltarse esas pautas e intepretarlas como les de la gana. De aquellas catequesis me vine muy reconfortado. Estoy muy emocionado y muy esperanzado al comprobar cómo y cuánto se ha despertado en el obispo de nuestra diócesis, el monseñor Yanguas, el espíritu de la juventud. Estoy seguro de que, si alguien pudiera percibir su discurso como algo rancio y excesivamente profundo, ahora, con la misma profundidad su mensaje entra como el agua, claro y fluído, y creo que gran parte de la culpa la tiene el gran esfuerzo que está haciendo para acercarse al mayor tesoro que tiene la Iglesia; su juventud. Estoy muy orgulloso de nuestro obispo Jose María Yanguas.
La Iglesia, afortunadamente se ha vuelto muy prudente con el tema del sexo o la homosexualidad. Ahora no se demoniza con estos temas porque ya se ha evidenciado que, por ejemplo, el sexo puede complementar la relación de una pareja, e incluso le puede aportar más plenitud y entereza, siempre y cuando no se convierta en vicio o en algo vanal, o se cree una dependencia que degrade la condición ética de cada uno. Con el tema de la homosexualidad todavía hay algo de ambigüedad en los propios responsables mayores de la Iglesia. El éxito principal en este caso radica en que se ha apartado aquel pensamiento de que la homosexualidad es un comportamiento demoníaco, cuyo ejercicio  degrada al indivíduo. Este éxito que la Iglesia está consiguiendo se echa por tierra cuando alguien con autoridad se lo salta, se retrae en el tiempo y lo convierte en algo intolerable, y encima lo hace con unas formas que repelen al ya de por sí un poco desencantado con la Iglesia. Automáticamente ello pasa a ser una bomba contra nuestra propia comunidad: "la Iglesia es homófoba" No sólo pasa esto con los aspectos que he puesto antes, sino con los que tratan acerca de la política, las demás religiones o el ejercicio de las virtudes. Es a través de éstas como realmente se completa la razón de ser de un cristiano. Nuestros obispos y sacerdotes deben adaptar su discurso no para que los cristianos afirmemos, estemos de acuerdo, aplaudamos o admiremos la oratoria de este responsable, sino para convencer, para despertar en el que posiblemente esté equivocado la inquietud por conocer la verdad. Enseñar, educar, evangelizar, ayudar, vivir o aprender resultan más fáciles si se ejerce la humildad, la paciencia, la castidad, la generosidad, la diligencia, la templanza y la caridad. Ser feliz es más sencillo mediante el modelo franciscano, y lo más mágico de esto es que es contagioso. Empezar a ser mejor persona entra por los ojos. Ser buen cristiano creo que no es una disciplina. Pienso que ser un buen cristiano es una actitud.