lunes, 16 de enero de 2012

El viaje de vuelta de un Mago

Levantó la mirada y vió acercarse al que hace tiempo pudo ver con aquello de que ahora carecía.
-Majestad, nos alegramos mucho de su regreso.
-También me alegro yo de volver.
-¿Ha sido fructífero su viaje? ¿Encontró aquello que iba buscando?
-Con las estrellas me fui y con las estrellas vuelvo. Un gran acontecimiento fui a buscar y el mejor acontecimiento me sorprendió en mi búsqueda.
-¿De qué acontecimiento me habla, Majestad? ¿Tiene que ver con el Firmamento?
-Pues en parte sí. Todo aquello por lo que yo me guiaba me llevó a un lugar donde descubrí, junto con mis amigos, el misterio que devolverá la paz al mundo. No se cómo ni por qué, pero la esperanza ha invadido nuestros corazones.
-Se marchó con una corte de pajes y camellos, y ahora regresa sin su compañía. ¿Ha ocurrido algo, Majestad?
-No, amigo. Creí necesitar una ayuda que luego no fue necesaria. A lo largo de mi regreso comprendí que todo aquello con lo que yo cargara se convertiría en un peso con el que yo sólo tendría que acarrear. Y aquí me ves, fuerte y ligero como nunca, feliz y esperanzado. Ojalá toda la humanidad hubiera viajado conmigo...
-¿Y qué fué aquello que le hizo desprenderse de lo que creía que necesitaba pero luego descubrió que no?
-Fue algo grande, amigo mío. Iba yo buscando aquel momento preciso. Las cartas me indicaban que iba por el camino correcto, y las máquinas de Melchor me daban la razón. Todo marchaba perfecto, los números no estaban equivocados, pero a medida que pasaba el tiempo íbamos teniendo un presagio de que nada ocurriría. En el cielo las estrellas nos dejaban cada vez más de indicar ese momento. Cuando todo parecía haberse apagado y una vez agotada la esperanza, perdidos en una aldea, nos sentimos atraidos no por un estímulo matemático ni por lo que el cielo nos mostraba. Ni siquiera nos sentíamos atraídos por nuestra intuición. Lo que movía nuestros pies fue una sensación. Es como si a nuestro cuerpo lo empujara una brújula desde nuestro interior que nos llevaba hacia un lugar. En ese lugar comían los animales. No era una montaña. No era un valle. Tampoco nos encontrábamos en el delta de ningún río. Nuestro corazón nos llevó hacia un lugar donde olía mal. En aquel establo, entre el calor de un rebaño de ovejas y vacas descansaba una pareja a la que el frío no había sido capaz de borrar el semblante de serenidad. ¿Cómo iban a estar de otra forma? ¡Aquella hermosa mujer acababa de parir entre aquellos animales! Ninguno de nosotros fue capaz de articular palabra alguna. Melchor encendió incienso para apaciguar el olor a estiércol de aquel establo, pero aquel gesto nos estremeció a todos, incluso a los pastores que estaban acostumbrados al hedor, que poco a poco iban acudiendo, creo, con la misma espectación con la que acudimos nosotros. Melchor dice que tiene la sensación de haber hecho el viaje con el único fundamento de encender aquel polvo de incienso en ese establo. Imagínate cuánta serenidad y cuánta paz nos embriagó que ninguno de nosotros tuvo la sensación de que el tiempo pasase aquella noche. Todos contemplamos aquel acontecimiento con la certeza de que el alumbramiento fue un milagro. El nacimiento de aquella Criatura parecía haber sido algo grande, algo maravilloso. La madre alargó sus brazos, con el Niño entre ellos, y me lo ofreció. Yo creo que ella quería que yo tuviese la oportunidad de poder abrigar al Niño entre mis túnicas un rato. Fue entonces cuando sentí tanta dicha como en ningún momento de mi viaje. Ningún descubrimiento del Firmamento ensanchó tanto mi pecho como el instante de tener a aquel Niño entre mis brazos. Entonces yo, que todavía portaba en mis manos las monedas y las planchas de oro que guardaba para mi regreso, las dejé en el suelo que vio nacer al Nazareno. Las rubias monedas que tuve que dejar para coger al niño tenían el mismo valor que la rubia paja que comían las vacas, más en el suelo fué donde el oro se separó para siempre de mis manos. Bendito cambio, amigo. Aquel gesto sació en mí la necesidad de cualquier cosa. En mi corazón sólo hubo deseos de llevar esa hermosa sensación a todos los rincones del mundo. En mi regazo, aquel Niño no dejó babas ni mocos, sino un mensaje de paz y de amor, así como yo no devolví a la madre sólamente a la Criatura, sino también el compromiso de llevar ese mismo mensaje por todo el orbe. Yo buscaba explicación al Firmamento y a sus fenómenos, y en esa búsqueda descubrí la razón de mi ser. La magnitud de las estrellas pasan desapercibidas en un pesebre, y presenciar aquel Nacimiento nos hizo iguales a todos cuantos contemplábamos a la Santa Familia. Gente de diferentes culturas albergábamos el mismo sentimiento en nuestro corazón. Algo en este mundo va a cambiar y todos debéis saberlo. Yo regreso a mi pueblo con los primeros brotes de la primavera, y como semilla del mejor árbol, os traigo la Noticia de que el Hijo de Dios nos trae la paz, para que nosotros, impuestos sembradores, la hagamos germinar allá donde vayamos.
-Es un bello testimonio, Majestad. Me hubiera gustado también haber podido tener la posibilidad de presenciar el Nacimiento del Nazareno. Tendría ahora mucho orgullo de haber cargado con su equipaje, pero no tuve valor a ofrecerme.
-La inquietud que yo tuve por conocer los cielos fue lo que me llevó a lo más grande. Hacerme preguntas y querer encontrar sus respuestas se convirtió en el principal impulso de mi camino, y donde menos podía imaginar encontré la razón de mi existencia, del mundo y de todo cuanto nos rodea. En la pobreza descubrí que habitaba la felicidad de aquella Gente. Ello quiso Dios que fuese el instrumento de su mensaje, y nosotros los enviados que repartamos esa esperanza al mundo confundido por el poder, por la diferencia, por el dinero y por las fronteras. No es más hermoso mi testimonio que hacerlo material. Después de mi viaje debo sentir el gozo de ver unidos a los hombres por el amor, no por las leyes, de verlos hablar de respeto y no de patria. Quiero experimentar la satisfacción de pertenecer a un pueblo en el que cada uno reciba la ayuda de su vecino antes que de las estrellas. No busques al Nazareno en países lejanos, amigo, sino entre nosotros. No viaja el que quiere conocer muchas cosas, sino el que todavía está esperando encontrar algo que quizás no sepa que busca. Por ello, querido amigo, atrévete ahora, al igual que Melchor, a llevar tu instrumento a cada persona que no tiene respuestas. Sé tú quien impulse a quien encuentres en tu camino a asomarse a su corazón. Muéstrale el placer de sentirse desnudo bajo las estrellas, porque la pobreza es el camino más corto para poder vernos iguales. Es ese el trayecto más seguro para llegar a la verdad. Atrévete a hablar de Dios, de paz y de amor. No temas, paz y amor es lo que buscan todas las criaturas de la tierra. Muchas de ellas aún no lo saben.