En los más bellos bosques que podamos imaginar, allá donde los árboles altos son el único tesoro. Donde el agua corona la más bella combinación entre el cielo y la tierra, y donde los pájaros evaden hasta la misma gloria a la persona más inmune a los sentimientos. Allá donde es difícil distinguir sueño de vigilia, y donde poesía, música o literatura pasan desapercibidas, allá habitaban una chica y un chico, hermanos ellos desde no hacía muchos años, quince no más. Ellos dos habían vivido siempre en aquel lugar. Nunca habían salido de allí, y sabían apreciar hasta el más mínimo detalle de aquella maravillosa obra. Lo conocían todo muy bien. Habitualmente bajaban al río a pescar o a chapotear, siempre juntos, pues eran hermanos y todo lo habían aprendido a la vez. Faldas y camisas en una cuerda que siempre sujetaba blancura, y canicas en su puerta. Madera dentro de la casa, y siempre olores y colores agradables. En sus costumbres figuraba la de arroparse con alfombras de lana bajo las ventanas del cielo de la noche, jugando con lo que sea, o hablando, y tras imaginar un rato, podían arroparse después con las mismas estrellas, con la luna y con todos los sonidos de la noche. Ellos sabían que todo aquello había sido concebido para ellos, y no pasaba ni un solo día que no se dijeran lo afortunados que habían sido al ser los únicos testigos de aquel perfecto escenario, ellos dos, los dos.
Tenían un bonito entretenimiento, que consistía en meterse en el río, ponerse a varios metros de distancia, y pasarse a través de la corriente bolitas de algodón, que ellos llamaban bolboretas, dentro de las cuales había mensajes, objetos poco pesados, regalos. Cualquier cosa pequeña que permitiese que el algodón no se hundiera. A veces los regalos eran ciertamente maravillosos, como trocitos de madera que se parecían a cosas, o pequeñas piedras con colores bonitos. Otras veces simplemente era algún papel con alguna disculpa, con alguna proposición, un chiste… cualquier cosa era buena para hacerla flotar en los trozos de algodón.

En mitad de una noche, tan especial como cualquier otra, hubo tormenta, y la chica cayó en la cuenta de que la cama del muchacho no tenía suficiente ropa, así que de debajo de su cama sacó una manta y se la llevó. Lo fue a tapar, cuando ella pudo apreciar que también él estaba despierto. Tras un silencio, él se incorporó, se acercó a la chica y la besó en los labios. Sintió ella algo que jamás había sentido, un hormigueo en el pecho como nunca lo tuvo. La cogió él de la mano y se dio cuenta ella de que tampoco la habían cogido así nunca.
Pasó con él la noche.
Al día siguiente el hermano se levantó pronto para ir a pescar. Ahora tenía que pescar un poco más, pues eran tres. Pasó toda la mañana en el río, y a mediodía regresó a su casa. Dentro descubrió que no hablaba nadie, y que ningún ruido se podía distinguir. Buscó por toda la casa, pero ciertamente no había nadie dentro. Se dispuso a hacer la comida, pero aquel día él comió sólo. Nunca más vio a su hermana ni al muchacho.
A partir de entonces el hermano vivió en soledad, en amarga soledad, pero enamorado de su hermana, el ser más importante de su vida, el único ser de su vida, de la que nada más supo, a la que todo se lo debía.
Un profundo sentimiento de dolor le fue invadiendo día a día, pero él continuaba yendo por las tardes a hacer bolboretas al río. Seguía depositando mensajes en los trozos de algodón, y regalos, y dejaba que la corriente se los llevase. Tenía la esperanza de que en algún lugar del río su hermana los recogiese, y así tener la certeza de que nunca se le olvidaría el inmenso amor que le tenía. Él quiso ser feliz porque confiaba en que ella también lo fuera.
"...es el amor visto con ojos de niño,
bolboretas con mensajes de amor,
y mensajes de lágrimas que flotan en el río"
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