Atardecía y a María le empezaba a invadir el temor por el estado de su cuerpo. No lo aparentaba, pero José también estaba preocupado. Tenían que llegar a tiempo o no encontrarían nada abierto. Y así fue. Por las horas que eran, nadie quiso hacerse cargo de aquella situación; todos desconfiaron. Yo también lo hubiera hecho muy probablemente. Pero María era especial, José no podía permitir que se sintiese atemorizada. Él tenía un papel muy importante que cumplir aquella noche. No sabía qué decir, ni sabía qué hacer en esos momentos de extrema dificultad. ¿Cuáles eran las palabras que tantas veces imaginó decirle a María? José por dentro se lamentaba de no haber memorizado aquella retahíla de enamoradas palabras con las que siempre se dormía pensando en María. Qué bien que le vendrían en estos momentos para animar y tranquilizar a María… Pero la magia de aquella noche le ayudó, no con las palabras, sino con el corazón. Toda la energía de la Tierra se concentró en aquella unidad y hasta el punto que les llegó a cambiar la respiración. Qué poderosa es la energía del amor... José abrazó a María, de manera que pudieran ver el mayor pedazo de cielo, el cual esa noche era el más hermoso de toda la eternidad. Las estrellas parecían haberse colocado en la cúpula como para acoger y cobijar a la asustada pareja. El viento cesó; María no estaba bien, pero ya estaba tranquila. José y las estrellas le acompañaban. Su salud no era buena. La tensión tan baja le hacía no tener plena consciencia de su entorno, pero era feliz porque esa noche se sentía rica y afortunada, aun no teniendo nada. Ninguno de los dos se acordaba de su hogar desahuciado. Ni José ni María recordaban hipotecas, préstamos, deudas ni vencimientos. Ninguno sentía desdicha por haber sido ayudados por la caridad. Aquella noche no había amargura, y entre los coches no había ruido, sino esperanza. La anemia de María humanizaba a las vecinas, que poco a poco se asomaban conmovidas por la estampa. Algunas de ellas le acercaron, sin mediar palabra, rosquillos y caramelos, y una de ellas un vasito de moscatel, hasta que llegó el SAMUR. Un médico, un DUE y un auxiliar bajaron de la ambulancia, acariciaron a María y le ofrecieron agua glucosada. Le inyectaron una solución de cloruro sódico y le pusieron pomada en sus labios deshidratados. Las luces parpadeantes y el pequeño tumulto hicieron centrar la atención de cualquier punto visible en aquel improvisado campamento que parecía un hermoso escaparate de caridad, pero ninguno de los de aquella estampa era consciente. Todos sintieron compasión. José agradeció con todas las fuerzas de su corazón el cariño de los que miraban, y el aliento de una bombona con oxígeno reconfortó a María. Cuando la ambulancia se marchó, los que allí estaban se miraron y empezaron a hablar entre ellos. Muchos vecinos no se habían hablado nunca, pero comentaban el acontecimiento y se estremecían con ternura con la historia de José y María.
Al día siguiente hubo vecinas que fueron a comprar moscatel
y rosquillas.
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