Estaba Dios en sus dominios, después de crear, en mitad de unas tierras pobres pero inmensas. Era un paisaje aún tétrico, con luz difusa donde no se podía ver más allá de diez pasos, y el paisaje acababa donde nuestra imaginación pueda dar de sí. En aquella tierra había un árbol muy grande y muy viejo, de largas y gruesas ramas. Si mirabas el árbol desde diferentes vistas parecía un árbol distinto. Dios quiso que esa fuera su casa, el lugar desde el que gobernaría todo y cuanto existiese.
Tras despertar de un largo sueño, Dios alejó las nieblas y creó un gran bosque de grandes, altos y frondosos árboles, todos diferentes al suyo. Puso animales en el bosque y peces en el agua. Al cabo de un tiempo, aquel paisaje nada se parecía al de antes. Dios empezaba a dar sentido a sus presentimientos, pero le faltaba consumar su obra, la cual, igual de bella como delicada, debía ser custodiada, contemplada y disfrutada por una especie con capacidad de razonamiento; y creó al hombre. Pudo entonces Dios regresar tranquilo a su árbol, el cual era el más hermoso de todo el bosque, a pesar de ser viejo y castigado. Pero antes de descansar quiso hacer un reglamento, unas leyes que se cumplieran para establecer la frontera entre lo terrenal y lo divino. Quiso Dios que los mejores frutos de la creación estuvieran en la copa de su árbol, y que a esos frutos sólo tuvieran acceso los sentimientos de las personas, aquellos que ni se ven ni se tocan. Sólo las almas de los hombres y animales podían tomar ese tesoro cuando se liberasen de su cuerpo. Como para subir a las ramas hay que acceder por el tronco, quiso Dios que precisamente en el tronco los seres depositaran sus acciones en el suelo, de forma que las buenas obras sirviesen de peldaños para escalar a la copa del árbol.
La sintonía entre las especies y los elementos era maravillosa. Apreciar ese armonioso trascurso del tiempo era un regalo para los ojos de las almas puras, y muchas almas puras conformaban el día a día en ese bosque tan único.
Un día, un hombre estaba caminando por el bosque y dio con la casa de Dios. Tanto le fascinó su hogar que quiso hacerse una casa como la suya. Taló un árbol y con su madera fabricó una casa. Los demás hombres, al ver la casa del otro hombre, también quisieron tener una casa, y todos los hombres talaron árboles y construyeron casas, cada una más grande que la del otro. Y al cabo de no mucho tiempo ya no quedaban árboles en el bosque. Al no haber sombras, muchos animales murieron, y conseguir comida fue un suplicio. Tanto es así que mucha gente murió de hambre. Sus casas inhabitadas fueron robadas y saqueadas por los codiciosos hombres que querían poseer más propiedad que los demás. Ese poder hizo que los hombres se mataran los unos a los otros. Querían todos conseguir la totalidad de cuanto les rodeaba. Y al final un solo hombre lo consiguió. Sólo uno que alcanzó la tranquilidad de pensar que todo era suyo.
Para disfrutar de su éxito se retiró a meditar. En lo que era el lecho de un río se sentó y se quedó tranquilo. Miró a su alrededor, pero no escuchó nada. Ni una criatura, ni agua, ni árboles ni viento. No se oía nada. El silencio le acuchilló el pecho, y ni una sola gota de sangre se derramó de su cuerpo. El hombre lloró de dolor, y su llanto fue la única explosión de sonido que inundó el desolado paisaje. Vagó durante mucho tiempo, y en su camino halló el viejo árbol donde habitaba Dios. Se sentó en sus raíces y gimió largo tiempo. De repente dejó de llorar. Algo estaba pasando. El hombre estaba escuchando algo, una cosa rara, y venía de arriba. Era como una bella percusión en la madera del árbol, una melodía triste que salía como de las ramas. Lágrimas caían de sus ojos, pero no gemía. Sólo buscaba el origen de ese sonido. Intentó trepar por el grueso tronco del árbol, cuando sus ojos se clavaron en la copa del árbol. Su cuerpo casi no pesaba. Se sentía como un pájaro. Empezó a averiguar el origen de esa melodía. La música la originaban las ramas que movían las almas que querían ayudarle. Era la única comunicación de los hombres podían tener con el solitario vagabundo, pero cuyos sentimientos de codicia, avaricia y envidia antes le impedían escuchar. Miles de sonidos conformaron, pues, la sinfonía patética, y aquello sirvió al hombre para darse cuenta de su error y enmendarlo. Así pues, ese hombre descubrió sentimientos como el amor, la alegría, las emociones y un sinfín de valores que le hicieron reír, disfrutar, cantar y crear hermosas melodías.
Dios vio cómo la música, pues, se convertía en la conexión entre los hombres vivos y los que habían dejado su cuerpo para comer de las frutas de la casa de Dios. Lo permitió y quiso que así fuese para toda la eternidad.
Ama lo que escuchas a tu alrededor,
y si aún así no eres feliz, canta más fuerte
y si aún así no eres feliz, canta más fuerte
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