Sus amigos tenían videoconsolas y teléfonos inteligentes, y
se pasaban hablando el día entero de las innovaciones que iban conociendo a
través de plataformas y no se qué portales. Ellos dependían de una zona wifi y
del dinero de sus padres, pero él disfrutaba con los juegos con los que
aprendía a imaginar, solo, la mayoría de las veces, de la misma forma que disfrutan
los niños en las películas.
Él lo sabía. Sabía que era especial porque no
conocía a nadie que se divirtiera con las mismas cosas que él. A él le gustaban
los circuitos de Scalextric, los patines y los juegos de mesa, pero sabía también
que muchas personas veían sus entretenimientos como meros objetos curiosos, a
los que respetan por lo que representaron, como si fueran reliquias, y que
gustan conservar no porque disfruten con ellos, sino por querer formar parte de
un infinito grupo de anónimos fetichistas que poseen algo, aunque sólo sea el
ahelo de finjir divertirse con algo con lo que no se han divertido. Sí, él lo sabía.
Pero no le importaba.
Un día, para el cumpleaños del más mayor de sus amigos,
fueron a celebrarlo a un Burguer King que hay, cómo no, cerca de casa del
cumpleañero, y como era de esperar, estuvieron todo el tiempo riéndose de las
felicitaciones en forma de vídeos que la gente le había puesto en su perfil de
Facebook. Evidentemente, ninguno de los amigos había hecho ninguno de esos
vídeos. Era aburrido ver cómo uno tras otro, vídeos prefabricados de otras
personas servían para entretener toda una santa tarde a seis críos. Bueno, a
cinco, porque harto de sentirse como un pez fuera del agua, nuestro amigo
abandonó el cumpleaños y se fue a su casa. Por el camino se detuvo en una
tienda de los chinos, y vio en el escaparate un pedazo de bolsa gigante de
canicas. Habría, al menos, doscientas o trescientas canicas ¡por seis euros! No
lo dudó ni un segundo. El seductor brillo del vidrio esférico de cada una de
las canicas y la sensación de multitud de opulentos tesoros encerrados en la
bolsa transparente lo empujaron a pasar a comprarla. No tardó ni treinta
segundos en salir del bazar, y queriéndose reservar por un par de minutos, en
un semáforo en rojo no pudo contener sus ganas y se dispuso a abrir la bolsa.
Estaba bien sellada, el embalaje era fuerte. Mordió la esquina superior de la
bolsa y tiró fuerte. Tan fuerte tiró que la bolsa explotó de repente y millones
y millones de canicas volaron, botaron y rebotaron por el cruce de la calle, por
la acera, por las alcantarillas, por los coches, por los escaparates, y una
cuarta dimensión de brillos y reflejos del último sol de la tarde sobre las
canicas completaron el espectáculo de no más de cuarenta segundos. Los cuarenta
mejores segundos de su vida.
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